Lola —Dolores— murió el 20 de febrero de 2021, después de recibir un coctel intravenoso que detuvo su corazón para siempre. Hoy, 20 de febrero de 2022, descubro que llevo un año huyéndole a escribir el fin de su historia, como lo he hecho con los otros animales de compañía que han estado en mi vida, y cuyas historias cuento al final de sus días, como un homenaje, como un exorcismo del dolor. No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, dice el adagio popular, así que aquí vamos.
La descubrí una mañana plomiza de agosto en una finca que habíamos alquilado Julia y yo para pasar los fines de semana. Caminaba con la cabeza agachada y un poco encorvada. Creí que era un perro que iba a la finca y me molestaba la idea de que fuese a atacar a otros perros que yo pudiera llevar. A pesar de su caminar pausado y apesadumbrado, sabía que los pastores alemanes eran perros fuertes que podían matar a casi cualquier otro congénere, en caso de pelea.
Rápidamente descubrí que se trataba de una perra parturienta. Acababa de tener ocho cachorros en un claro del bosque y el trabajador de la finca los había metido en una pequeña casa para perros, donde Lola los amamantaba y resguardaba del frío. Al acercarme para verla mejor, su estado me conmovió. Estaba flaca hasta los huesos y las tetas le llegaban casi hasta el piso. Parecía tratarse del segundo tercer embarazo seguido de una perra bastante joven.
Julia la puso “Lola” por el sinnúmero de calamidades que parecía soportar, hambre, frio, partos y abandono, recordando la famosa telenovela de finales de los años 80, protagonizada por Nórida Rodríguez y escrita por Julio Jiménez. Los cachorros se veían bien pero me preocupaba el frío de las noches de Sajonia en Rionegro, tanto para ellos como para Lola. Inicialmente decidí colocarle unas cobijas en el parqueadero que quedaba a unos metros de la casa y encerrarla con sus cachorros por las noches pero no era posible. Lola trepaba la reja de más de dos metros de alto de la puerta y saltaba hacia afuera.
Así que la invité a la casa. Algo terrible debió sucederle anteriormente pues se negaba a entrar. Raptaba por el piso mientras yo la llamaba con una galleta. Los cachorros no tuvieron ese inconveniente, rápidamente estaban jugando en la sala, debajo de la chimenea y haciendo popo y pipi por todas partes. Debieron ser días difíciles para mí limpiando y trapeando todo el día, pero ahora los recuerdo con alegría. Eran ocho peluches con su madre, jugando en mi casa día y noche.
La casa había sido habitada por un hermano del alcalde de Rionegro de aquel entonces, quien según me contaron, había dejado abandonada a la cachorra de pastor alemán, después de terminar el contrato de arrendamiento. Eso había sucedido seis meses atrás, de modo que Lola debía haber pasado bastantes trabajos, consiguiendo donde comer y dormir durante ese tiempo. Las noches en Sajonia, cerca del aeropuerto José María Córdova suelen ser heladas, como lo atestiguan los viajeros que llegan en las noches al puerto aéreo internacional. El cuerpo de Lola era testigo de ello.
Mis visitas a la finca se hicieron cada vez más frecuentes, al punto de que pasaba más tiempo en Rionegro que en Medellín. Lola siempre estaba esperándome al llegar, corría saltando y gritando mientras salía a mi encuentro en el camino que recorría a pie. No podía entrar en carro debido a que una creciente había tumbado el puente de entrada a la finca, así lo que dejaba el vehículo en un parqueadero cercano y caminaba cerca de dos kilómetros con las maletas al hombro. Regresar a Medellín era muy complicado, Lola quería regresar conmigo, pero yo no imaginaba la posibilidad de llevármela junto con sus ocho cachorros a un apartamento.
Hice varios afiches para encontrarle adoptantes a los hijos de Lola, que distribuí en las veterinarias del municipio y por Facebook. Rápidamente aparecieron adoptantes, que fueron llevándose uno a uno a los cachorros a sus hogares, los perros de raza corren con esa suerte, buena o mala, de encontrar fácil quién los adopte. Una pareja de edad que quería un perro de compañía, una niña en Medellín con su abuela, el novio de una amiga en el Bajo Cauca… en menos de dos semanas estaban todos dados en adopción, menos Lola.
Aún no sabía si se quedaría conmigo. Las cosas con Julia no iban bien y la posibilidad de tener que devolver la finca y quedarme solo en Medellín, parecía un hecho. Un día, de regreso a la ciudad, decidí subir a Lola al carro y creo que a fue ahí, a partir de ese momento, que decidí que Lola se quedaría conmigo. Sería el segundo pastor alemán que tendría en mi vida, luego de Gamín —otro hermoso pastor—, que me regaló mi padre cuando era niño y que mi madre mandó a la finca del abuelo a los pocos meses a la finca de mi abuelo paterno. Por fortuna, ahora era yo el que decidía. Lola me acompañó en las venturas y desventuras de mi vida durante más de una década.
Lola caminaba junto a mi, se acostaba a dormir a mi lado y me esperaba a la entrada de donde estuviera, un apartamento, una casa u otra finca. Como Penélope en el muelle, se quedaba aguardando por horas —casi inmóvil— a que regresara de trabajar o de estudiar. Los demás perros que llegaron a mi manada, se acoplaron a una tribu dirigida por la disciplina y el afecto que Lola mantenía. Siempre fue una madre amorosa, con sus cachorros y con los nuevos miembros de la manada, a quienes enseñaba a no alejarse del lugar donde vivíamos y a esperar confiados. No tenía problema en que le robaran parte de la comida, que le quitaran la cama, que le quitaran el turno para tomar agua, pero eso sí, nunca permitía que ninguno me saludara primero que ella.
Las caricias eran su alimento favorito. Si veía que alguno de los otros perros se acercaba a mi para que lo acariciara, su nariz entrometida lo quitaba de en medio, mientras ponía su lomo para volver a ser la dueña exclusiva de las caricias y los abrazos. Luego consolaba al desplazado con un par de lametazos gimiendo y moviendo la cola. Lola era absolutamente generosa en lo material pero totalmente irreductible en el afecto. Podía padecer frío, hambre o dolor, pero no podía vivir sin ser la dueña —casi exclusiva— de los afectos.
Una vez me fui de viaje y debía dejarla en la guardería de una amiga. Al encender mi teléfono después de aterrizar, encontré una llamada de una mujer que decía que en la sede de Llanogrande de la Universidad EAFIT, estaba una perra con un collar que tenía mi número telefónico y decía Lola. Tomé mi vehículo de inmediato y me dirigí a la Universidad. Allí estaba Lola buscándome, luego de escaparse de la guardería y recorriendo varios kilómetros hacia una de las fincas —en donde años atrás habíamos vivido—, con la segura intención de encontrarme.
El tiempo pasó y, como nos pasa a todos, Lolita fue envejeciendo. Ya no tenía fuerzas para ejercer el liderazgo de la manada. Ahora era Tina la que hacía de hembra Alfa, con un nuevo estilo dominante y pendenciero. Lola se fue quedando relegada poco a poco, obedecía los designios de Tina y de los demás miembros de la manada. Incluso Ágatha, mi gata, parecía estar por encima de ella en la jerarquía de la manada. Lola la miraba sabiendo que ese sentimiento viceral que le producían los gatos años atrás, ya no tenía fuerzas para manifestarse.
Las carreras ágiles de Lola para salir a mi encuentro fueron convirtiéndose en lentas y difíciles caminatas. Un problema de columna ya no le permitía caminar fluidamente. Sus patas traseras comenzaron a dejar de responderle y el tono muscular no le permitía controlar adecuadamente sus esfínteres, en especial su esfínter uretral. Cada vez que se acostaba, dejaba un charquito de orina que había que trapear para que ella no se quedara tratando de limpiarlo con su lengua. En las noches comencé a ponerle pañal para que pudieramos dormir.
Su llama se apagaba. Lola seguía saliendo a saludarme, pero cada vez le daba más dificultad. Las últimas veces la encontré arrastrando sus patas traseras que ya no le respondían. Intentamos con medicamentos para disminuir el dolor e incluso con terapias alternativas como el cannabis medicinal pero eran unos pocos días buenos y muchos días malos. Un fin de semana una amiga vino a visitarme con su hermana, quien al ver a Lola se quedó impresionada. “¿Por qué dejaste que llegara hasta este punto?”, me recriminó, luego de verla caerse de un lado para otro al tratar de caminar. La costumbre y el lento avance de la enfermedad me habían hecho perder de vista lo grave que se encontraba mi amada Lolita.
Me di cuenta también de que Lolita no iba a decirme que se quería ir y yo podía acostumbrarme a su deterioro sin ser consciente de este. De lo único que era consciente era de que su vida y yo, eran lo único que Lolita tenía y se aferraría a ellos con todas las fuerzas que le quedaban. Yo debía tomar una decisión para evitar que continuase ese suplicio en el que se había convertido la vida de Lolita. Así que llamé a la veterinaria para programar la eutanasia. Debo reconocer que cancelé la visita arrepentido un par de veces, sin saber muy bien cuando era el momento adecuado, el momento justo, el momento en que llegaría una señal en el que el universo me revelaría que era la hora de que Lolita partiera.
Ese momento nunca llegó con Lola, como tampoco llegó con con Berta, o con Mony o con alguno de mis animales de compañía, que han muerto debido a la eutanasia. Solo recuerdo que una tarde de febrero de 2021, decidí enfrentarme al dolor y la oscuridad que supondría la muerte de uno de los perros más significativos en mi vida y abrazar a Lola mientras sufría un paro cardiorrespiratorio que detuvo su inmenso corazón y con él una parte de mi vida. Aún hoy regreso a las tinieblas cuando recuerdo ese momento. Los días que siguieron a la muerte de Lola fueron extraños. No dejó de llover y estuve en cama con una fiebre alta y un inmenso desaliento que me hicieron sospechar del COVID—19. No era eso, pruebas posteriores confirmaron que no tenía el virus, era Lola que ahora habitaba en mí, que era parte de mi.