Ágatha, el animal feroz

Por: Carlos Andrés Naranjo Sierra

“El día 20 de junio del año 2023 se expide notificación policiva por comportamientos que ponen en riesgo la convivencia por tenencia de animales”, decía el papel que me estregaba el mensajero de la Inspección de la Alcaldía de El Retiro y continuaba: “Dejar deambular semovientes, animales feroces o dañinos, en espacio público y privado, lugar abierto al público o medio de transporte público, sin las debidas medidas de seguridad”. Se trataba de una citación a la Inspección de policía por una queja de Luisa Fernanda López Carmona y Daniel González Diez, vecinos de mi finca B-612 en El Retiro. ¿Qué podía ser? Ninguno de mis animales obedecía a esa descripción.

Cinco días antes, Andrés Felipe Buriticá, veterinario de la Inspección, había realizado una visita, que solicité, a la finca de de Luisa López, para que se verificara el comportamiento de sus perros y el cerramiento del lindero. En febrero sus perros habían pasado a nuestra propiedad y habían atacado a Tina y Lupe, mis perras, dejando a esta última con una herida en el ojo izquierdo que por poco le cuesta la vista, y en días recientes había sucedido otro insuceso con Ágatha, nuestra gata, que aún no logro explicar. Como tampoco logro explicar la actitud de Buriticá, que le indicó a la vecina cómo poner la denuncia contra nosotros, según relataría ella misma posteriormente. Como preámbulo a lo que sucedería, el antidúo López González nos colocó, esa misma noche, música estridente a alto volumen por horas. Cristóbal, nuestro hijo de un año, por fortuna, no tuvo problema para conciliar el sueño.

La citación era entonces, sin duda, una recriminación a esa visita del veterinario. Quería dejarnos claro que nadie se metía con “la propietaria”. Tres años antes había llegado a vivir a Samarkanda, la pequeña parcelación donde vivo con mi esposa, nuestro bebé, nuestras perras y nuestra gata, anunciando que era “la nueva propietaria” de la finca. Finca que anteriormente había ocupado su prima Ana María López (la misma de “No tengo los teléfonos de esas personas y si los necesita que sea la Fiscalía la que los consiga» en #YoTambién, defendiendo el honor de una burrita) y su esposo Luis Carlos Toro, ambos profesores universitarios, y con quienes ya había tenido una serie de desencuentros por la utilización de mi lote como destino inautorizado sus movimientos de tierra que se pusieron en conocimiento de las autoridades, pero ante los que pasó poco o nada. También, curiosamente, la nueva “propietaria” había comprado el vehículo del papá de su prima, en lo que parecía más un encargo de cuidado de bienes que una transacción de compraventa.

De modo que la presencia de Luisa López no parecía augurar buenas nuevas, aunque traté de mantener la cordialidad, a pesar de las dificultades que entrañaban sus permanentes reclamos por cualquier motivo y, ante todo, su actitud entre pendenciera y acomplejada, una rara combinación que sólo podía explicarse por la inseguridad que puede sentir alguien ante lo que no está seguro de poseer. La nueva vecina había llegado a vivir con un hombre llamado Daniel, del cual no teníamos mayor información que verlo trabajar en la finca, como una especie de mayordomo. Nunca se refería a él o a “nuestra propiedad”. No hablaba en plural para referirse a nada de lo que les sucedía, a pesar de que era claro que había convivido con Daniel por más de tres años. Ni siquiera un asunto tan sencillo como el nombre de la red Wi-Fi poseía un asomo de mutualidad: Red Luisalopez, a secas.

El suceso con Ágatha había desbordado mi paciencia con ella. La mañana del 5 de junio me había levantado, como de costumbre, a preparar el tetero de Cristóbal cuando, de repente, escuché unos gritos y ladridos que proveían de la propiedad que habitaban Luisa y Daniel. Al asomarme por la ventana para ver qué sucedía, vi que lanzaban a un gato hacia nuestra finca, por encima del alambrado. ¿Sería Ágatha? me pregunté asustado, mientras ellos corrían hacia el interior de la casa. ¡Ana, Ana! comencé a gritar, en un lapsus que se ha hecho frecuente, con el nombre de su prima, corregí de inmediato el nombre y pregunté a viva voz que había pasado ¡Luisa, Luisa!. Nadie respondía. Grité más fuerte y Luisa finalmente respondió con su frase favorita: “todo lo que se, es que un gato ingresó a mi propiedad” y luego se escondió.

Marqué por teléfono para saber si se trataba de Ágatha pero “la propietaria” no contestaba. De modo que volví a gritar: ¡Luisa, contesta el teléfono por favor!, después de varias llamadas se dignó a tomar el teléfono para decirme que no sabía lo que había pasado y que era Daniel el que había visto el suceso. Le pedí entonces que me comunicara con él para saber si se trataba de nuestra gata, a lo que respondió que Daniel tenía sangre y que ya tenía que irse a trabajar ¿¡Sangre!? ¿Era de él o de la gata? ¿Daniel estaba bien? ¡Necesito saber si Ágatha está herida! supliqué, pero no hubo poder humano que nos permitiera saber la suerte que estaba corriendo nuestra querida gata. Después de decirme que le parecía muy fastidioso, “la propietaria” me colgó.

Comenzamos a llamar a Ágatha entre todos a viva voz. Laura salió con Cristobal, en brazos, a llamarla junto con él, que balbuceaba “a-ta, a-ta” infructuosamente. Claro, los gatos cuando se sienten en peligro se esconden por horas o días. Me preocupaba mucho saber si estaba herida y si ese tiempo que estaba pasando sería crucial para su vida. Me puse botas, recorrí el espacio por donde la habían tirado, maullando y repitiendo su nombre sin rastro alguno. Regresé a la casa, puse un mensaje en el chat de vecinos y luego pasé la cerca hacia otra propiedad que estaba abandonada, para ver si la encontraba. Todo fue en vano. Ágatha no aparecía, finalmente sabía que sí era ella pues Daniel respondió en el chat confirmando. Le pregunté si estaba bien y si sabía cómo estaba Ágatha, pero el silencio reinó por el día completo.

Por la noche regresó, al fin, Ágatha asustada, con una herida en la cara, que mostraba el mismo patrón de ataque que había sufrido Lupe meses atrás. Luisa y Daniel debieron verlo, era difícil pensar que no habían presenciado el ataque, mientras regañaban a gritos a sus perros y le quitaban a la gata de sus fauces. Pero, claro, prefirieron callar con la esperanza de que no nos enteráramos, seguramente para no tener que volver a responder, como lo hicieron ante las evidencias del ataque contra Lupe, pero las cosas se habían salido de control, pues yo me había dado cuenta del alboroto. Ahora, querían arreglarlo con un contraataque, con una citación en la inspección de Policía, alegando que era Daniel quien había sufrido serias lesiones en su mano (tengo la impresión de que estrenó cabestrillo rumbo a la inspección) y exigió que debíamos darle dinero por su supuesta incapacidad laboral, bajo el argumento de que Ágatha era un animal feroz que habíamos dejado suelto a mansalva.

Sí, ese mismo animal feroz que duerme en la misma cama con nuestro bebé, que se deja cortar las uñas más fácil que Tina y Lupe y que se esconde en el clóset tan pronto llega una visita, para luego salir a saludarla sentada en su regazo. El inspector José David Agudelo y su asistente de amabilidad fingida, Tatiana Osorio, se encargaron de hacerme firmar un documento en el que debía comprometerme a cercar los puntos críticos del margen entre las dos fincas y a vigilar que mis perras no salieran a saludarme por más de unos cuantos minutos, para no perturbar a la convivencia con los vecinos. Así lo hicimos, no queremos que un animal feroz como nuestra gata, vuela a pasarse a atacar a sus perros y poner en riesgo la integridad de «la propietaria».

Napa: Al final de la audiencia le manifesté al Inspector mi preocupación por el bienestar físico y emocional de otra vecina, cuyo esposo parece mantenerla alejada de todo contacto. Podía ser solo una impresión pero le dije que era mejor comprobar que fuera su voluntad y no la de su marido. Me dijo que sin pruebas no había nada que hacer. Me pareció curiosa su respuesta pues solo con el testimonio de una vecina, sobre una supuesta gata que atacaba perros y humanos, se abrió este proceso, en el que se me advirtió desde la citación que «se darían por ciertos los hechos» si no me presentaba, aún sin pruebas.

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«Me parece una idea terrible», Álvaro Múnera sobre revivir los mataderos municipales

Estuvimos conversando en DOCTOR PULGAS con el diputado animalista Álvaro Múnera sobre la posibilidad, abierta por el presidente Gustavo Petro, de revivir los mataderos municipales, la situación de los hipopótamos del Magdalena Medio, los primeros 100 días de gobierno de Petro y las promesas de los gobiernos regionales (Antioquia) y municipales (Medellín) sobre el bienestar animal. 

Revivir mataderos, una idea nefasta para los animales

Hace unos días, el Presidente Gustavo Petro manifestó la posibilidad de revivir los mataderos municipales, con el fin de reducir el precio de la carne para el consumidor final. Hecho que para el diputado Álvaro Múnera “sería terrible, espantoso” no solo para los animales que volverían a sufrir grandes maltratos, sino por las implicaciones en términos fiscales. Explica el diputado que, para construir centros de faenado con las condiciones que la ley exige, se necesitan mínimo 15.000 millones de pesos por cada centro, es decir, si se fueran a adecuar 1.000 mataderos en el mismo número de municipios, se estaría hablando de cifras entre 15 y 20 billones de pesos. 

“¿Meterle todo el dinero de la reforma tributaria a crear mataderos? no creo que la sociedad le vaya a avalar ese tipo propuestas” manifiesta el diputado. Adicionalmente, Múnera explica que si el propósito es bajar el precio de la carne, este no sería el camino debido al alto costo que tiene que asumir cada municipio para el sostenimiento de la infraestructura y la logística necesaria en el proceso de sacrificio. Como lo han dicho en diferentes medios los gremios de frigoríficos, la reducción del precio de la carne sólo de un 2%, equivalente al transporte. El valor de la carne para el consumidor final hoy depende más de las exportaciones de ganado en pie, que de la ubicación geográfica de los mataderos. 

Los Barcos de la Muerte

Según el diario económico La República, en Colombia se exportaron 247.171 cabezas de ganado en 2021, lo que representan cerca de 56 mil toneladas de carne. Para abril de este año, las exportaciones ya habían tenido un incremento del 55% con respecto al año anterior, siendo el Medio Oriente el mayor receptor de este ganado. Estas exportaciones se hacen en lo que la comunidad animalista conoce como los Barcos de la Muerte, una práctica que consiste en trasladar al ganado en condiciones deplorables, de pie, hacinados y sin las mínimas condiciones de respeto por su salud física, hasta llegar al lugar de destino, donde son sacrificados. 

Las altas cifras de exportación hacen que la disponibilidad de carne para consumo interno sea muy poca y junto al incremento del dólar, son las razones que el diputado expone para los precios que hoy tiene la carne. Con respecto a los llamados Barcos de la Muerte Múnera manifiesta que es “una propuesta que el mismo Presidente hundió, que había prometido en campaña apoyar era la prohibición de los Barcos de la Muerte, que no la prohibió y se puso del lado de los ganaderos. Resulta que es la que causa la mayor subida de los precios de la carne”.

Promesas Inclumplidas 

Prohibir prácticas como la de los Barcos de la Muerte, las corridas de toros, las peleas de gallos y las corralejas, fue una promesa hecha por el hoy mandatario Gustavo Petro a los animalistas y en de las cuales poco o nada se ha visto en el plan de Gobierno Colombia, potencia Muncial de la Vida. Para el diputado, ni el mandatario ni su bancada en el Congreso han hecho lo necesario para sacar adelante las leyes que así lo determinan. Afirma que “por ausentismo de algunos congresistas del Pacto Histórico, se hundió la prohibición de las corridas de toros en la Cámara de Representantes y ya sacaron, del proyecto que cursa en el Senado, la prohibición de las corralejas. Entonces eso tiene graves consecuencias” pues deja en abierta la posibilidad de una demanda ante la Corte Suprema de Justicia por parte de galleros y taurinos por discriminación. 

“Me parece que es una total irresponsabilidad y me parece populismo e incumplimiento a la palabra el no haber apoyado estos proyectos con su coalición de gobierno que tiene la mayoría”

Temas Nacionales aún pendientes

Al evaluar los primeros 100 días de gobierno de Gustavo Petro, Álvaro Múnera evalúa varios temas, entre ellos la esterilización de los hipopótamos del Magdalena Medio, del cual manifiesta que Cornare ha sido la entidad que ha liderado y asumido los costos de los procedimientos. Se han hecho cerca de 30 esterilizaciones entre quirúrgicas y químicas, “el gobierno nacional no hemos recibido ni un peso, sí recibimos la declaratoria de especie invasora que es un decálogo de justificación para la matanza”. Pero desde el Gobierno Nacional no ha habido ayudas de momento.

Otro tema pendiente que recalca el diputado es el presupuesto para la Política Pública Nacional de Protección Animal que no quedó en el Presupuesto General de la Nación para el año 2023 y que requiere cerca de 1 billón de pesos al año, para impactar de forma real la problemática de la fauna doméstica en condición de vulnerabilidad en Colombia. 

En Antioquía y Medellín, avanzamos y retrocedemos

En cuanto al desarrollo de las políticas en función de la protección animal de la ciudad de Medellín, Múnera comenta que los avances deben verse en los indicadores, y en ese sentido siendo noviembre de 2022 el programa de esterilización, que es el pilar fundamental de la política pública de bienestar animal no ha empezado, perdiendo la ciudad el liderazgo que se tenía en esta materia nivel nacional. La ciudad tampoco realiza ya intervenciones asistidas con animales y el Centro de Bienestar Animal La Perla es supervisado hoy por políticos y no por técnicos. “Estamos muy mal, muy mal”, concluye el diputado.

En contraste, en la Gobernación de Antioquia se han cumplido todos los indicadores que fueron propuestos en el plan de desarrollo de la administración de Aníbal Gaviria. “Este año, con las 44.000 esterilizaciones que estamos haciendo vamos a llegar a 90.000 y nos faltarían cerca de 30.000 para completar la meta del Plan de Desarrollo”. Adicionalmente ya se tiene aprobado, en primer debate, cerca de $8.000 millones de pesos para programas de zoonosis que “incluyen las centinelas de enfermedades transmisibles por animales, incluye el programa de esterilización, el programa de vacunación, el programa de erradicación de erradicación de vehículos de tracción animal y todo el tema de educación” con esto y otras acciones, el diputado afirma que “vamos a cumplir el plan de desarrollo por los animales”. 

La entrevista completa, realizada por Carlos Andrés Naranjo, director de DOCTOR PULGAS, y el diputado animalista Álvaro Múnera, a continuación:

Lola, parte de mí

Lola —Dolores— murió el 20 de febrero de 2021, después de recibir un coctel intravenoso que detuvo su corazón para siempre. Hoy, 20 de febrero de 2022, descubro que llevo un año huyéndole a escribir el fin de su historia, como lo he hecho con los otros animales de compañía que han estado en mi vida, y cuyas historias cuento al final de sus días, como un homenaje, como un exorcismo del dolor. No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, dice el adagio popular, así que aquí vamos.

La descubrí una mañana plomiza de agosto en una finca que habíamos alquilado Julia y yo para pasar los fines de semana. Caminaba con la cabeza agachada y un poco encorvada. Creí que era un perro que iba a la finca y me molestaba la idea de que fuese a atacar a otros perros que yo pudiera llevar. A pesar de su caminar pausado y apesadumbrado, sabía que los pastores alemanes eran perros fuertes que podían matar a casi cualquier otro congénere, en caso de pelea.

Rápidamente descubrí que se trataba de una perra parturienta. Acababa de tener ocho cachorros en un claro del bosque y el trabajador de la finca los había metido en una pequeña casa para perros, donde Lola los amamantaba y resguardaba del frío. Al acercarme para verla mejor, su estado me conmovió. Estaba flaca hasta los huesos y las tetas le llegaban casi hasta el piso. Parecía tratarse del segundo tercer embarazo seguido de una perra bastante joven.

Julia la puso “Lola” por el sinnúmero de calamidades que parecía soportar, hambre, frio, partos y abandono, recordando la famosa telenovela de finales de los años 80, protagonizada por Nórida Rodríguez y escrita por Julio Jiménez. Los cachorros se veían bien pero me preocupaba el frío de las noches de Sajonia en Rionegro, tanto para ellos como para Lola. Inicialmente decidí colocarle unas cobijas en el parqueadero que quedaba a unos metros de la casa y encerrarla con sus cachorros por las noches pero no era posible. Lola trepaba la reja de más de dos metros de alto de la puerta y saltaba hacia afuera.

Así que la invité a la casa. Algo terrible debió sucederle anteriormente pues se negaba a entrar. Raptaba por el piso mientras yo la llamaba con una galleta. Los cachorros no tuvieron ese inconveniente, rápidamente estaban jugando en la sala, debajo de la chimenea y haciendo popo y pipi por todas partes. Debieron ser días difíciles para mí limpiando y trapeando todo el día, pero ahora los recuerdo con alegría. Eran ocho peluches con su madre, jugando en mi casa día y noche.

La casa había sido habitada por un hermano del alcalde de Rionegro de aquel entonces, quien según me contaron, había dejado abandonada a la cachorra de pastor alemán, después de terminar el contrato de arrendamiento. Eso había sucedido seis meses atrás, de modo que Lola debía haber pasado bastantes trabajos, consiguiendo donde comer y dormir durante ese tiempo. Las noches en Sajonia, cerca del aeropuerto José María Córdova suelen ser heladas, como lo atestiguan los viajeros que llegan en las noches al puerto aéreo internacional. El cuerpo de Lola era testigo de ello.

Mis visitas a la finca se hicieron cada vez más frecuentes, al punto de que pasaba más tiempo en Rionegro que en Medellín. Lola siempre estaba esperándome al llegar, corría saltando y gritando mientras salía a mi encuentro en el camino que recorría a pie. No podía entrar en carro debido a que una creciente había tumbado el puente de entrada a la finca, así lo que dejaba el vehículo en un parqueadero cercano y caminaba cerca de dos kilómetros con las maletas al hombro. Regresar a Medellín era muy complicado, Lola quería regresar conmigo, pero yo no imaginaba la posibilidad de llevármela junto con sus ocho cachorros a un apartamento.

Hice varios afiches para encontrarle adoptantes a los hijos de Lola, que distribuí en las veterinarias del municipio y por Facebook. Rápidamente aparecieron adoptantes, que fueron llevándose uno a uno a los cachorros a sus hogares, los perros de raza corren con esa suerte, buena o mala, de encontrar fácil quién los adopte. Una pareja de edad que quería un perro de compañía, una niña en Medellín con su abuela, el novio de una amiga en el Bajo Cauca… en menos de dos semanas estaban todos dados en adopción, menos Lola.

Aún no sabía si se quedaría conmigo. Las cosas con Julia no iban bien y la posibilidad de tener que devolver la finca y quedarme solo en Medellín, parecía un hecho. Un día, de regreso a la ciudad, decidí subir a Lola al carro y creo que a fue ahí, a partir de ese momento, que decidí que Lola se quedaría conmigo. Sería el segundo pastor alemán que tendría en mi vida, luego de Gamín —otro hermoso pastor—, que me regaló mi padre cuando era niño y que mi madre mandó a la finca del abuelo a los pocos meses a la finca de mi abuelo paterno. Por fortuna, ahora era yo el que decidía. Lola me acompañó en las venturas y desventuras de mi vida durante más de una década.

Lola caminaba junto a mi, se acostaba a dormir a mi lado y me esperaba a la entrada de donde estuviera, un apartamento, una casa u otra finca. Como Penélope en el muelle, se quedaba aguardando por horas —casi inmóvil— a que regresara de trabajar o de estudiar. Los demás perros que llegaron a mi manada, se acoplaron a una tribu dirigida por la disciplina y el afecto que Lola mantenía. Siempre fue una madre amorosa, con sus cachorros y con los nuevos miembros de la manada, a quienes enseñaba a no alejarse del lugar donde vivíamos y a esperar confiados. No tenía problema en que le robaran parte de la comida, que le quitaran la cama, que le quitaran el turno para tomar agua, pero eso sí, nunca permitía que ninguno me saludara primero que ella.

Las caricias eran su alimento favorito. Si veía que alguno de los otros perros se acercaba a mi para que lo acariciara, su nariz entrometida lo quitaba de en medio, mientras ponía su lomo para volver a ser la dueña exclusiva de las caricias y los abrazos. Luego consolaba al desplazado con un par de lametazos gimiendo y moviendo la cola. Lola era absolutamente generosa en lo material pero totalmente irreductible en el afecto. Podía padecer frío, hambre o dolor, pero no podía vivir sin ser la dueña —casi exclusiva— de los afectos.

Una vez me fui de viaje y debía dejarla en la guardería de una amiga. Al encender mi teléfono después de aterrizar, encontré una llamada de una mujer que decía que en la sede de Llanogrande de la Universidad EAFIT, estaba una perra con un collar que tenía mi número telefónico y decía Lola. Tomé mi vehículo de inmediato y me dirigí a la Universidad. Allí estaba Lola buscándome, luego de escaparse de la guardería y recorriendo varios kilómetros hacia una de las fincas —en donde años atrás habíamos vivido—, con la segura intención de encontrarme.

El tiempo pasó y, como nos pasa a todos, Lolita fue envejeciendo. Ya no tenía fuerzas para ejercer el liderazgo de la manada. Ahora era Tina la que hacía de hembra Alfa, con un nuevo estilo dominante y pendenciero. Lola se fue quedando relegada poco a poco, obedecía los designios de Tina y de los demás miembros de la manada. Incluso Ágatha, mi gata, parecía estar por encima de ella en la jerarquía de la manada. Lola la miraba sabiendo que ese sentimiento viceral que le producían los gatos años atrás, ya no tenía fuerzas para manifestarse.

Las carreras ágiles de Lola para salir a mi encuentro fueron convirtiéndose en lentas y difíciles caminatas. Un problema de columna ya no le permitía caminar fluidamente. Sus patas traseras comenzaron a dejar de responderle y el tono muscular no le permitía controlar adecuadamente sus esfínteres, en especial su esfínter uretral. Cada vez que se acostaba, dejaba un charquito de orina que había que trapear para que ella no se quedara tratando de limpiarlo con su lengua. En las noches comencé a ponerle pañal para que pudieramos dormir.

Su llama se apagaba. Lola seguía saliendo a saludarme, pero cada vez le daba más dificultad. Las últimas veces la encontré arrastrando sus patas traseras que ya no le respondían. Intentamos con medicamentos para disminuir el dolor e incluso con terapias alternativas como el cannabis medicinal pero eran unos pocos días buenos y muchos días malos. Un fin de semana una amiga vino a visitarme con su hermana, quien al ver a Lola se quedó impresionada. “¿Por qué dejaste que llegara hasta este punto?”, me recriminó, luego de verla caerse de un lado para otro al tratar de caminar. La costumbre y el lento avance de la enfermedad me habían hecho perder de vista lo grave que se encontraba mi amada Lolita.

Me di cuenta también de que Lolita no iba a decirme que se quería ir y yo podía acostumbrarme a su deterioro sin ser consciente de este. De lo único que era consciente era de que su vida y yo, eran lo único que Lolita tenía y se aferraría a ellos con todas las fuerzas que le quedaban. Yo debía tomar una decisión para evitar que continuase ese suplicio en el que se había convertido la vida de Lolita. Así que llamé a la veterinaria para programar la eutanasia. Debo reconocer que cancelé la visita arrepentido un par de veces, sin saber muy bien cuando era el momento adecuado, el momento justo, el momento en que llegaría una señal en el que el universo me revelaría que era la hora de que Lolita partiera.

Ese momento nunca llegó con Lola, como tampoco llegó con con Berta, o con Mony o con alguno de mis animales de compañía, que han muerto debido a la eutanasia. Solo recuerdo que una tarde de febrero de 2021, decidí enfrentarme al dolor y la oscuridad que supondría la muerte de uno de los perros más significativos en mi vida y abrazar a Lola mientras sufría un paro cardiorrespiratorio que detuvo su inmenso corazón y con él una parte de mi vida. Aún hoy regreso a las tinieblas cuando recuerdo ese momento. Los días que siguieron a la muerte de Lola fueron extraños. No dejó de llover y estuve en cama con una fiebre alta y un inmenso desaliento que me hicieron sospechar del COVID—19. No era eso, pruebas posteriores confirmaron que no tenía el virus, era Lola que ahora habitaba en mí, que era parte de mi.